GENERACIÓN DEL BICENTENARIO. Jóvenes salieron a las calles a alzar la voz por el Perú. A cambio recibieron maltrato por parte de las autoridades que se supone están encargadas de protegernos. (Foto: Instagram)
Yo, junto a todo el equipo de Contraste, fui testigo de la represión ejercida por la policía durante las marchas del 12 y 14 de noviembre, fechas que pasaron a la historia debido a la sangre derramada de inocentes que murieron y salieron heridos defendiendo a la patria. Hoy escribo desde el lado de las víctimas.
El jueves 14 y sábado 12 de noviembre se realizaron dos marchas nacionales que reunió grandes grupos de gente vía redes sociales. Si bien es cierto, el jueves muchos ciudadanos se hicieron presente durante la primera jornada, el sábado fue multitudinario. Tanto gente de la capital como de provincia salieron a las calles a alzar su voz de protesta en contra del gobierno de Merino de Lama para juntos lograr un único objetivo: su salida de Palacio de Gobierno.
El domingo 15 de noviembre se logró, pero ¿a qué costo? La sangre de dos personas mancharon el cruce de Nicolás de Piérola con Abancay, donde yo estuve parada con un cartel que decía "Sin revolución no hay evolución", acompañando a viva voz el propósito que nos movió hasta el cerco policial ubicado al lado de la Corte Superior de Justicia de Lima, lugar de la tragedia.
Videos, fotos e imágenes registradas por la misma prensa que también estaba ubicada en el mismo punto cumpliendo su misión de informar, pueden dar fe de que la marcha se estaba desarrollando de manera pacífica. Inclusive yo, que minutos después de huir del lugar con tres de mis diez compañeros, puedo confirmar que éramos un grupo gigantesco de personas, entre los 18 y 30 años, que tenían como principal arma su voz y las ganas de seguir caminando por las calles del centro de la capital hasta lograr un cambio a favor del país.
Todo empezó cuando unas luces que caían del cielo como estrellas fugaces se acercaban a nosotros, solo que estas eran mortales. Quedé en shock por dos segundos hasta que reaccioné y vi como una estampida se dirigía hacia mí: eran personas huyendo del primer grupo de bombas lacrimógenas que había lanzado la Policía Nacional del Perú (PNP) minutos antes de las ocho de la noche. Luego de ver cómo estas armas de guerra caían a unos metros de distancia, el ardor en la cara era insoportable. Era imposible respirar por la nariz, lo que me obligaba a hacerlo por la boca y tragar el humo que me rodeaba. La desesperación por trepar las rejas que impedían el paso, me obligó a sacar fuerzas de donde no tenía. Empecé a toser, a escupir, me ardía la garganta y perdí la vista por algunos segundos. Mientras todo esto pasaba, estuve a solo unos metros de Inti y Bryan, sin saber quiénes eran aún.
No pasó mucho tiempo desde que llegué a mi casa en el Rímac hasta prender mi televisor y darme con la sorpresa de que lo que tanto se temía, lamentablemente, se había cumplido. La primera víctima de la represión fue trasladada al hospital más cercano. Esto ya no era solo por Merino y Flores-Aráoz, sino por los compatriotas que iban cayendo por heridas de gravedad.
Cuando llegó la segunda víctima mortal, recién los medios de comunicación se dieron cuenta de que algo serio estaba pasando y comenzaron a informar lo que realmente era: una guerra civil entre hombres que cargaban armas versus jóvenes que se defendían con cartones y la bandera del Perú.
El saldo final de esta batalla campal fueron dos fallecidos: Inti Sotelo Camargo (24) y Bryan Pintado Sánchez (22), considerados los 'Héroes del Bicentenario'. Más de 200 heridos según reporte de EsSalud, 28 de ellos en estado de gravedad. Cientos de personas afectadas por gases lacrimógenas y aún una persona desaparecida de nombre Gabriel Rodríguez Medrano. Que no se le olvide a la PNP y a los altos mandos encargados de emitir órdenes de abuso contra el pueblo manifestante, que estos nombres los perseguirán hasta el final de sus días o hasta que haya justicia.
Miércoles, 18 de noviembre del 2020