Paciente COVID-19 en la Unidad de Cuidados Intensivos. (Ilustración: Contraste)
Por: Marjori Vargas
Pese a la indolencia por parte del Estado, la siguiente crónica detalla la indiferencia de una familia que dejó que la COVID-19 le gane la partida a uno de ellos.
La noche del lunes 8 de junio partió Carlos Alberto Ramírez, más conocido en su esquina de Condevilla en San Martín de Porres como “el gran chato Beto”. Un señor de tez morena de 1.52 de tamaño, de cabellos canosos para sus 63 años, con 91 kilos encima y con una sonrisa pícara que hasta al más airado le componía el día.
Era cierto que hasta entonces escuchábamos de la indolencia y todos los secretos que guardaba el Estado acerca de los hospitales y el mal manejo de la Salud Pública en el país. Un sistema colapsado. El domingo 7 de junio a las 2:00 de la tarde, no había camas disponibles, no había respiradores artificiales, no había noticias sobre los pacientes, no existía un buen manejo en el Hospital Nacional Dos de Mayo.
Hospital Nacional Dos de Mayo. (Foto: Minsa)
Esa cálida tarde, se escuchaban voces desesperadas fuera del hospital, los gritos de algunos clamaban por saber de sus familiares, otros querían saber si aún el cuerpo de los fallecidos por COVID-19 se encontraban en el nosocomio nacional, otros porque puedan atender a supuestos nuevos infectados, y dentro de ellos, una voz poco alentadora se hacía escuchar apenas.
Nancy Ramírez, era la hermana de Beto, “quizás era la que más lo quería” dijo en el entierro otras de sus hermanas. A pesar de tener una condición muy humilde, la familia Ramírez tenía una conocida, una funcionaria con alto cargo en el Estado, que movió sus contactos para que el gran chato ingrese a las 3:00 de la tarde al Hospital Dos de Mayo, una hora después de esperar en una silla.
Cuando por fin tuvo una cama, sus dos hijos, Carlos y Patricia, llegaron al centro de salud, a decir verdad, bastante desprotegidos. Ambos llevaban el cubrebocas por debajo de la nariz, tocaban las rejas negras sin protección alguna, y sin desinfectarse, seguían manipulando sus mascarillas. Quizás era porque sabían que ellos también eran “pacientes COVID”.
Los tres familiares, se quedaron esperando sentados en una vereda cercana a la cuadra 13 de la avenida Miguel Grau. Llamaban al doctor de turno para saber si se necesitaba algo allí dentro. Nunca tenían respuesta. Caía la tarde y solo existía más desesperación. Cuando eran las 9:00 de la noche, tuvieron que irse en taxi hasta la casa de Condevilla. El toque de queda iba a empezar.
Al día siguiente, desde tempranas horas de la mañana, Nancy se encontraba esperando fuera del centro. Los hijos de Beto aún estaban durmiendo. Carlos tenía una hijastra y una novia venezolana, a las que había conocido meses atrás. La hija mayor, Patricia, tenía 4 hijos, todos de diferentes padres y un esposo. El mayor de sus hijos se llamaba igual que el abuelo y tío, Carlitos. El niño había vivido con el gran chato desde que nació, por lo que Beto decía tener 3 hijos.
Carlos Ramírez padre, vivía con su esposa, Sara Chávez, con la nueva familia de su hijo y su nieto, al que adoptó. Todos vivían en un cuarto de 64 metros, y las divisiones estaban hechas de cortinas. Los gastos se repartían entre su hijo y él, ambos taxistas.
¿Indolencia del Estado o imprudencia del paciente?
Días atrás de que lo internen, Carlos tenía una tos muy fuerte que lo obligaba a cambiarse de polo tres veces al día y una vez en la madrugada. Aún teniendo síntomas por coronavirus, al igual que todos los que vivían con él, decidió salir del cuarto e ir al Callao. Iba a ayudar en la tienda de su hermana Rosa Ramírez, la única de la familia de una condición acomodada.
La empresaria no sabía de los malestares de su hermano, y por llamada de voz le explicó que su tienda había sufrido de un incendio. El gran chato con su metro cincuenta, sin dudarlo, con balde en mano arrojó agua con el apoyo de unos cuantos jóvenes más.
Cuando lograron detener el incendio, regresó a su casa, con el polo mojado y con una sensación de asfixia que no toleraba más. Sentado en su cama, sin que nadie lo auxiliara, pese a su condición, trataba de seguir respirando. A los pocos minutos, su hermana Nancy, tocó el timbre, iba a visitarlo, sin esperar la situación de indiferencia que se vivía dentro.
Ella vio tendido a su hermano en la cama, a punto de estar inconsciente. Apresurada le gritó a su sobrino que los llevase pronto al hospital.
El chato Beto ingresó al Hospital Dos de Mayo con saturación de oxígeno al 73% en el cuerpo. A las 10:55 de la mañana siguiente, se había recuperado. La medicina que le suministraban y la máquina de oxígeno habían hecho su trabajo, tenía 84% de saturación y cada vez sudaba menos. Estaba consciente.
Mientras Nancy esperaba fuera del nosocomio, recibió una noticia, era la primera en dos días. Su hermano, se quitó el catéter y la máscara de oxígeno, al parecer, trató de escapar producto de la exasperación que vivía dentro. Los enfermeros llegaron a detenerlo, y a ubicarlo nuevamente en una cama, esta vez de la Unidad de Cuidados Intensivos. Malas noticias.
Cuando lograron detener el incendio, regresó a su casa, con el polo mojado y con una sensación de asfixia que no toleraba más.
Ese lunes 8 de junio, a las 10:14 de la noche, llamaron a Nancy, cuando estaba en su casa, era del centro de salud. “¿Familiar del señor Carlos Alberto Ramírez Alvarado, verdad?” dijo una enfermera. Decidió no responder más, sabía que algo malo deparaba su respuesta. Mediante un mensaje de texto le confirmaron el fallecimiento de su hermano.
Después de meses, ella aún se pregunta el por qué de la indiferencia de su familia, por qué no le temían al virus, o ¿era que sí?. Nancy no culpa al Estado, a diferencia de la mayoría, culpa a su familia por la irresponsabilidad. Ahora, vive amargada, no quiere que empiece diciembre, no quiere celebrar navidad, como dice no está su “gran chato”.